Vivir como un Robinson en un pequeño reino privado es un sueño muy extendido. Habitar una isla privada proporciona una intensa sensación de endiosamiento, de posesión del cielo: se es dueño y señor de cuanto se ve, y nada se hace ni se mueve sin permiso del moderno Robinson, que ahora se viste a medida, cambia su dieta de cocos por nouvelle cuisine y, en vez de a nado, llega en helicóptero.
Entre hectáreas de vegetación y playas blancas, inmersos en una soledad que protege de cualquier rumor, el ruido del tráfico o las reuniones, la isla privada, más que un sueño, es una irresistible fantasía: un lugar de la mente donde se hace trabajar a la imaginación.
Pero vivir en una isla no es una quimera. Es una selecta posibilidad para reinventar el mundo cada mañana. La insularidad nos hace evadirnos de nosotros mismos, y se transforma en algo tangible y maravilloso. De mortales actores de lo efímero pasamos a ser reyes de un imperio cuyos lindes de arena encierran el paraíso.