Una de las definiciones con más insistente eco del rugby la dio el tan agudo como poco deportista Winston Churchill:“Un deporte de hooligans jugado por caballeros”. Y cierto es, como se argumentaba en una de las populares comedias de la serie Jeeves del recuperado escritor P. G. Woodhouse, que el objetivo principal del juego es “recorrer el campo con el balón para depositarlo más allá de la línea de marca contraria, y para ello ciertas dosis de agresividad y violencia están permitidas, como hacerles a los contrarios cosas que en cualquier otro ámbito supondrían dos semanas entre rejas y la reprimenda de un juez”.
Divertido, sí, pero como todos los estereotipos un poco simplón. En realidad se trata de un juego de reglas y tácticas complejas, alambicadas, tan ininteligibles en un principio como precisas e inflexibles. Y ya que hablamos de firmeza, ¿qué decir de los valores sobre los que se fundamenta el hermano díscolo del fútbol, cuyo origen mítico está en la rebeldía de un torpe adolescente, William Webb Ellis, que durante un encuentro escolar no solo cogió el balón con las manos, ante la generalizada estupefacción, sino que corrió con él en pos de un insólito e inaugural gol? Entre ellos, el trabajo en equipo, el compromiso y la solidaridad, el espíritu de sacrificio o una exquisita deportividad.
Y todo pese a la espectacularización mediática del juego, la vigorexia y una cierta galactización de sus estrellas, efectos no deseados de la profesionalización, a comienzos de los años 90 del siglo pasado, de un deporte otrora romántico, aún hoy exaltante.