Viajar a China es, desde hace siglos, uno de los sueños recurrentes de la mayoría de occidentales, un lugar común del color, de las dimensiones gigantescas, de las raíces mismas de la especie humana. Sus ríos infinitos, la Muralla más larga del mundo, sus montañas y sus mares han alimentado –junto con sus productos tan típicos y míticos, como las naranjas o los espaguetis– la fantasía de todos aquellos que alguna vez pensaron o vieron en ella la fuente inagotable de todo aquello que un hombre puede soñar conocer, ver, tocar, respirar, desde la China de los mandarines hasta la de los monjes, desde la China de la infinita paciencia hasta la de los jarrones, desde la del ancestral teatro simbólico hasta la de los cuentos medievales, desde la de Mao hasta –finalmente– la de la producción infinita, inagotable, de todo aquello que consumimos.
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