Los hijos y las hijas se parecen indistintamente a los padres o a las madres. A veces, incluso, a ninguno de los dos. Lo nuevo es que al preguntarles hoy a los más jóvenes a quién de los dos preferirían parecerse, la mayoría confiesa que, de ser posible, les gustaría ser como su madre. El padre no ha desaparecido, pero lo que le ocurre a su figura es que ha perdido un sustancioso grado de nitidez.
Ser un buen padre hoy incluye pasar por la fórmula de ser una buena madre y de este trayecto nace en estos tiempos un híbrido que todavía no ha logrado una consistencia diferencial. Como consecuencia, los niños entienden que el paradigma de su bienestar se encuentra en la figura materna sin que necesariamente calque a la omnímoda fuente aprovisionadora de Freud.
El hombre estuvo demasiado ocupado fuera de casa y la mujer ha gestionado, con empleo exterior o sin él, la mayor parte del cariño, trasmite todavía el humor del padre y aporta su habilidad negociadora cuando se hace menester. Tanto la madre como el padre se alejan de los hijos con los desplazamientos laborales y, sin quererlo, crean graves vacíos. Los quieren pero apenas pueden verlos, desean todo su bien pero no saben cómo darlo cuando regresan demasiado maltrechos del trabajo.
Padre y madre soportan una ansiedad casi constante compuesta con raciones de impotencia y sentimientos de culpa a la vez. El proyecto de tener un hijo se relaciona no sólo con el dinero; también con disposición para afrontar los dolores de la incompatibilidad entre profesión y familia. Puede que el mundo necesite mucho tiempo para prosperar humanamente pero ¿qué duda cabe que la cosecha de nuevos padres, en el modelo renovado de neomadres, dará a luz una cosecha de hijos y nietos mucho más dulce y grata de habitar?