Las modas, las tendencias e incluso los afectos responden a unas reglas indefinidas e inaprensibles. De la nada transitan a la omnipresencia para acabar en el silencio, cuando no en el desprecio. Una de las incógnitas de las teorías estéticas es precisamente cómo se genera ese zeitgeist, qué substancia transforma en imprescindible y relevante lo que antes ni siquiera existía. Cómo incluso aquello que fue abrazado apasionadamente y después fue olvidado e incluso vilipendiado, regresa cumpliendo su ciclo histórico. Con un aroma más allá de la nostalgia.
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Es el caso actual del Brutalismo, la escuela arquitectónica que toma su nombre del término francés beton brut. Un material con el que empezaron a construirse edificios que expresaban la utopía que recorría el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, pero en los que también se transfería la oscuridad y el trauma que la contienda había proyectado en la memoria y las conciencias.
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No es de extrañar que estas moles elevadas en volúmenes impresionantes gracias a la plasticidad y resistencia del hormigón levantaran también recelos, ya que la memoria colectiva no podía desligar esas formas brutas de los búnkeres surgidos en cada rincón del viejo continente. Testigos de cargo de la violencia absoluta. De este modo, el eterno retorno del gusto estético nos devuelve un estilo que, sin embargo, siempre estuvo ahí. Despertando amores y odios, el alma de la arquitectura brutalista nos recuerda que somos humanos.