Si apostar es arriesgar algo de valor, entonces el juego de azar no es un invento ni una peculiaridad de la especie humana, sino algo mucho más antiguo y más parecido a un instinto: un instinto primario, eterno, cósmico, común a todo aquello que respira. Según Zaratustra, “el verdadero hombre quiere dos cosas: el peligro y el juego.
[Lea aquí: Sueños de grandeza en Macao]
Por eso ama a la mujer”; en esta ocasión –con el permiso de Nietzsche– a la diosa del juego de azar, ‘Apuesta’, una mujer divina y salvaje, a quien consagramos, desde hace ya cuatro siglos, esos maravillosos templos que surgen prácticamente en todas partes, y que se han dado en llamar con el entrañable, evocador y mágico nombre de 'casinos'.