Dormir es una necesidad fisiológica que puede realizarse casi en cualquier lugar. Sin embargo, todo es distinto, y sin duda mejor, cuando conseguimos dormir en la cama ideal, la de nuestros sueños.
Tienen las camas como mínimo tres funciones específicas en nuestra sociedad. La más evidente es la de proporcionarnos el lugar más adecuado para el reposo, y esa es sin duda la principal de sus funciones. Pero en nuestros tiempos agitados de vida acelerada, el reposo ha ido perdiendo valor, convirtiéndose en la pausa que permite reemprender la actividad, de tal modo que esta última –y sólo conocemos una actividad desenfrenada– se ha convertido en la clave suprema que rige la vida, mientras que el relajo, la pereza y el reposo padecen una devaluación profunda.
La cama es el lugar perfecto para no hacer nada, o para dejar trabajar solamente el pensamiento, utilizando el colchón y tres buenas almohadas para poder olvidarnos del cuerpo mientras nuestro cerebro lleva a cabo la noble actividad de la lectura. Un amigo me decía el otro día, “Voy a leer esa obra que me recomendaste. He dejado el libro en la mesilla de noche.” ¡Una muy sabia decisión!
También la cama para desarrollar actividades placenteras y alejadas de la eficacia, vinculadas al solaz, a la ensoñación. Pues sabemos que no hay tal vez lugar ni mueble tan adecuado como la cama para convertirse en el lugar donde se desarrolla la más febril de las actividades, y no me refiero sólo a las amatorias, sino a todo ese universo de aventuras en las que se embarca nuestra mente tan pronto como abandonamos el estado de vigilia para penetrar en el proceloso mundo de los sueños, sean o no los de los justos.