Si la música fuera como el circo, los pianistas serían los domadores de fieras. Ese instrumento león que es el piano no puede estar en manos de espíritus débiles, requiere una personalidad que lo mire por dentro y comprenda toda la magia, todo el lenguaje, todos los líquidos y los martillos portadores de belleza que contienen sus tripas.
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Pocos llegan a desentrañar sus secretos, pero los que lo consiguen adquieren un rango de respeto, de autoridad poco común en otras artes. En el siglo XVIII y XIX, los intérpretes más destacados eran los propios compositores, como fue el caso de Mozart, Beethoven, Chopin o Liszt, mientras que en el XX fueron los intérpretes. A lo largo de ese siglo pasado ya se fue esculpiendo el icono de los maestros del piano en sus múltiples facetas, en sus variantes más ricas.
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Todavía, compositores que después se han consagrado con repertorio pianístico, como Prokofiev o Rachmaninov, guardaban la orden de los creadores/intérpretes. Ellas, siempre a la misma altura, con un aura sensible, distante, frágil, formando una estirpe especial a la que han pertenecido Clara Schumann, Clara Haskil, Alicia de Larrocha o las hoy indiscutibles Marta Argerich y Maria Joao Pires. Entre todos constituyen la casta más asombrosa de domadores de belleza que la historia ha visto.