Solemos olvidar que la historia de la burguesía es la negación misma del amor, y que hasta finales del siglo XIX el matrimonio era, para esa clase social, la forma que adoptaban las fusiones empresariales. Acostumbramos a no recordar tampoco que, fuera del mundo occidental, las parejas se unen por conveniencia familiar, y que así son las cosas para la inmensa mayoría de los pueblos del mundo.
Pero no lo tenemos en cuenta porque nosotros, los occidentales, creemos en el amor. Creemos en el amor y, además, creemos que es la única fuerza que debe intervenir en la formación de las parejas. Creemos que siempre une almas gemelas, que si es verdadero dura toda la vida, que sólo merece el nombre de amor cuando es puro, y que en la pureza del amor está la clave de la paz espiritual. Creemos que es el sentimiento más hermoso, más auténtico, y el más fuerte, pues es capaz de derribar barreras inexpugnables.
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Por mucho que Quevedo, con aquello del “polvo enamorado”, lo expresara de forma extraordinaria, el amor vive lo que vive, y raras veces se prolonga hasta más allá de la muerte. Quizá fuese conveniente modificar también esta idea y pensar que la mejor pareja es la que llega a ser intensa, aunque sólo fuese durante un año, una semana, un día. Tampoco se cumple en la realidad otro mito asociado al del amor. Ese que dice que esa pasión siempre une medias naranjas, tal como lo contaba ya Platón.
Hablando de elegir pareja, lo más frecuente es que nos fascine nuestro opuesto. Tal vez sea ésta la razón por la cual las parejas no gozan de gran estabilidad, porque contra lo que dice el mito son más bien uniones de opuestos. Por eso, el autor de Romeo y Julieta, ese canto al amor, y sobre todo a la rebeldía individual contra las imposiciones de los clanes, también escribió la más sarcástica de las burlas contra el amor. Pues según el mismo Shakespeare, en Sueño de una noche de verano, el amor es un engaño con el que nos convencemos a nosotros mismos de que los burros son los seres más bellos del mundo.