García Marquez, Einstein o Kipling, 10 Nobel que cambiaron la historia

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Gabriel García Márquez
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Gabriel García Márquez

Nobel de literatura en 1982. Si no se le hubiese ocurrido dotarla de una estructura circular, Gabo estaría aún escribiendo Cien años de soledad, la novela eterna, el mayor monumento literario al acto de contar. Pero un día cerró ese círculo, el libro encontró su final, pasaron los días y los libros, y se puso a escribir otra historia imposible. Su título es el más parafraseado y parodiado y repetido de la historia: Crónica de una muerte anunciada. Es una narración que revela su final en la primera línea y por lo tanto anula de raíz el interés por saber qué pasó al término de esa truculenta jornada nupcial. Sólo que en manos de García Márquez el interés se mantiene vivo hasta la última página. Gabo será para siempre el maestro de las palabras bien puestas y de las historias inverosímilmente bien contadas. 

Santiago Ramón y Cajal
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Santiago Ramón y Cajal

Nobel de medicina en 1906. La mejor forma de entender el empuje científico del neurólogo español es compararle con su rival italiano Camillo Golgi, con quien compartió el Nobel de Medicina en 1906. Ambos investigaron la estructura cerebral con la misma técnica, pero Golgi dedujo erróneamente que el cerebro era una red continua, y Cajal ‘vio’ que estaba hecho de neuronas aisladas y polarizadas: una mezcla de buena microscopía y asombrosa intuición.

Marie Curie
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Marie Curie

Nobel de física en 1903 y de Química en 1911. La imagen de Maria Sklodowska –Marie Curie— es uno de los emblemas de la ciencia mundial. No sólo porque aclaró la naturaleza de la radiactividad, descubrió dos elementos químicos –el radio y el polonio, llamado así en honor de su país natal— y recibió dos premios Nobel, sino también por su esfuerzo constante en dedicar sus descubrimientos al alivio del sufrimiento humano. Todo ello en un mundo entonces muy difícil, sobre todo para una mujer.

Albert Einstein
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Albert Einstein

Nobel de física en 1921. Einstein partió de dos paradojas. La primera: si yo corro tan rápido como un tren, el tren me parece parado, pero si corro tan rápido como la luz, la luz tiene que seguirme pareciendo tan rápida como siempre, porque su velocidad es una propiedad fundamental de la naturaleza. La segunda: cualquiera puede sentir la aceleración cuando va en un coche o en un ascensor, pero no cuando salta al vacío. La solución a estas dos paradojas revolucionó para siempre la física, y con ella nuestras vidas.

ORHAN PAMUK
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ORHAN PAMUK Nobel de literatura en 2006. Ni siquiera las canas logran disuadirnos: Orhan Pamuk sigue teniendo el mismo aspecto de chico de instituto que tenía cuando nos llegó su primera foto, hace quince años. Su sonrisa cautiva y, sobre todo, desarma, como desarma su defensa de la verdad, aunque sea una verdad dolorosa. No perdió ni su aspecto juvenil ni su sonrisa bonachona cuando los islamistas trataron de agredirle por decir en Turquía lo que algunos turcos no quieren oír, que han cometido terribles matanzas de armenios y de kurdos. Ahora bien, aunque la prensa ha celebrado su Premio Nobel por las resonancias políticas, habría que aclarar que Orhan Pamuk es un escritor. Un extraño escritor oriental que trabaja sobre esquemas occidentales. En Occidente, lo primero suyo que leímos fue un relato de un niño que vivía en Estambul, y que escuchaba pasar los barcos del Mediterráneo al Mar Negro. Pahmuk, el escritor, es ese niño que habla desde el cruce de caminos, que toma las estructuras narrativas de la novela policíaca (El libro negro) o de la novela histórica (Mi nombre es Rojo) o de la novela política (Nieve) y las utiliza para contar, a la oriental, el mundo complejo de un pueblo fronterizo.
Rudyard Kipling
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Rudyard Kipling Nobel de literatura en 1907. Triunfó con sus cuentos de fantasmas en la India colonial, apenas con veinte años; enterró a su hijo en la guerra del 14 cuando a él le quedaba aún infinita vida por delante. Fue el heraldo del Imperio, el cantor de las glorias militares y políticas de los británicos. Y, sin embargo, entendió como nadie qué sueños criminales albergaban sus propios héroes. El hombre que quiso reinar cuenta con lucidez el revés de la trama colonial, la locura del hombre que se cree dios. Pero Kipling va incluso más allá, y puede escribir también el más grande himno a la inocencia del siglo. Kim, la novela de aventuras por excelencia, es el libro por el que le recordaremos siempre Fernando Savater y unos cuantos lectores más. Y millones de niños en el mundo han leído, leen y seguirán leyendo El libro de la selva, sin saber que Baloo y Bagheera y la serpiente Ka fueron engendradas por este escritor único.
Barbara McClintock
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Barbara McClintockNobel de medicina en 1983. Más de la mitad de nuestro genoma consiste en trasposones: elementos de ADN capaces de saltar de un lugar a otro, procedentes de antiguos virus. Cuanto más se sabe de ellos, más claro resulta que han tenido una importancia capital en la evolución, y que la siguen teniendo en el desarrollo y la enfermedad humana. Los descubrió Barbara McClintock en los años cuarenta, pero sus elegantes experimentos y sus inteligentes teorías fueron despreciados durante 40 años. 
Francis Crick
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Francis CrickNobel de medicina. La revolución genética en que vivimos inmersos nació en buena medida en la cabeza de este físico británico. Recibió el premio Nobel por la doble hélice del ADN, pero debió recibir otro más. La doble hélice –dos enormes ristras de sólo cuatro compuestos químicos— implica que la información genética es un ‘texto’, es decir, que está contenida en el orden de esos compuestos en cada ristra, y fue Crick quien descubrió las reglas básicas de esa gramática de la vida. 
Albert Camus
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Albert Camus Nobel de literatura en 1957. En vida le derrotó Jean-Paul Sartre, el hombre bien pensante, el compañero de viaje de la izquierda oficial, ese otro ganador del Nobel que se permitió el lujo de no ir a recoger el premio. Pero Camus ha ido creciendo con los años, sobre todo como la figura ingobernable, crítica y rebelde que los jóvenes siguen leyendo. Es el equivalente europeo de Jack Kerouac. Un mito romántico que aumenta de valor conforme los años pasan, cosa que no puede decirse del autor de La náusea. La clave está en algunas de sus obras: El extranjero, pero también su gran ensayo El hombre rebelde. The Cure dedicó una canción (Killing an Arab) a la famosa escena del asesinato sin emoción que preside el arranque de El extranjero, y con ello dio fe de una pasión compartida por la figura y la obra de un escritor que, cuando sí fue a recibir el galardón, dijo: “La escritura no debe estar al servicio de los que hacen la Historia, sino de aquellos que la padecen.”
William Faulkner
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William Faulkner Nobel de literatura en 1949. Dicen que cuando bajó del avión que le llevó de Estados Unidos a Suecia para recibir el galardón iba más borracho que todos los nóbeles de la historia juntos. Sin embargo, llevaba escrito en un bolsillo de su americana el más bello discurso jamás pronunciado en ese contexto, un discurso de reconciliación racial. No ha habido en el siglo XX escritor más oscuro que el Faulkner de Absalón, Absalón ni tampoco ninguno más transparente que el de Luz de agosto. Como ahora no se le suele leer, recomiendo Gambito de caballo, una colección de historias policíacas, como introducción ligera. De hecho, lo que más conocemos de Faulkner son los mejores diálogos del cine negro. En los años cuarenta trabajó y haraganeó en Hollywood al lado de su amigo Howard Hawks y él le escribía esas frases que Bogart y Bacall decían como nadie.

La prueba más contundente de la muerte de la literatura es el mismo Nobel de literatura. Desde hace suficiente tiempo los escritores galardonados son de hecho escritores pero son por derecho algo más. El premio siempre les toca por lo segundo.

La literatura sigue actuando como un requisito para concurrir pero como bien se ha venido dando a entender se trata de una requisitoria formal. Los sustancioso se encuentra en qué ha hecho este hombre o esta mujer por la libertad, la justicia, la igualdad o la vacuna contra la malaria.

Más que arte, en fin, se habla de amor al ser humano y de este modo ya todos los premios Nobeles son premios de la Paz. La diferencia entre un premio de la Paz y otro de Literatura radica en que el primero puede ganarse incluso sin escribir una línea, lo que viene a ser un desmedido privilegio contando con el esfuerzo que requiere un libro, y hasta un poema.

Con todo esto, los Nobeles contemporáneos han desembocado en la feria más jovial entre los seres vivos que todavía leen los periódicos. Partiendo de su sórdido comienzo con la dinamita como tema se ha llegado a esta explosión de júbilo angelical. El tramo que une ambos extremos describe el proceso cumplido desde la existencia a la inexistencia de lo literario, desde la importancia al desinterés por el neto valor de la escritura.

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