Gustos al margen, es evidente que la sal ya no es una sola. En realidad, nunca lo fue, aunque durante años pretendieran ocultárnoslo dividiendo el mundo entre sal de mesa y sal gorda. Hoy, la sal se ha dignificado. Cocineros de la talla de Ferran Adrià proclaman alabanzas como ésta: “Es un producto mágico, que marca la diferencia. En la cocina, lo primordial es el fuego, después la sal y en tercer lugar la leche”.
Y en las mejores tiendas de delicatessen la oferta de diversifica: hay sales españolas, portuguesas, inglesas, de lugares míticos (el Mar Muerto, el Himalaya), de playas paradisíacas (Es Trenc, en Mallorca); hay sales exóticas (la negra, de la India) y de andar por casa, también perfumadas y mezcladas con algas, especias, setas...
Pero lo mejor de todo este salado asunto es que la sal, por más buena y exclusiva que sea, es un lujo posible. Lo cual nos permite acaparar una buena cantidad de sales distintas en la despensa, para impresionar a los amigos y dar un toque distinto hasta al plato más sencillo. Una patata asada, por ejemplo, nunca sabrá igual con un toque de Halen Môn (la sal ahumada de Gales) que con una pizca de la delicada sal rosa del Himalaya.