La lectura de una relación de algas comestibles puede asemejarse a un haiku japonés. Aunque en realidad no se trata de un alimento tan exótico como la mayoría supone: incluso los más reticentes ingieren algas sin siquiera enterarse, porque son muchísimos los productos de la industria alimentaria contemporánea que las incorporan: desde gelatinas y salsas hasta el tan extendido glutamato monosódico, recurrente potenciador de sabor que el químico Kikunae Ikeda supo extraer del alga laminaria japónica en 1908.
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Hay que decir, eso sí, que la nomenclatura nipona de la mayoría de los protistas fotótrofos –así llaman los científicos a las plantas de agua– que podemos encontrar en un plato tiene su razón de ser: si entre los occidentales el consumo de algas es relativamente reciente, para los japoneses representa una costumbre ancestral, sanísima y cotidiana, que acapara un 25% de su alimentación.
Tal como sucede con las plantas terrestres –y con una buena parte de los humanos– las algas tienen un ciclo vital sencillo e inevitable: crecen, se reproducen y mueren (la ventaja es que no hay que regarlas). Aun cuando su oferta en tiendas de delicatessen, herbolarios y establecimientos consagrados a la alimentación saludable es cada vez más amplia, lo cierto es que no todas las algas se comen: entre las 25.000 especies conocidas, solo pueden ingerirse unas 50.