El aceite de oliva es sin duda el producto más emblemático y misterioso del Mediterráneo. No se sabe exactamente cuándo surgió, pero su planta, el olivo, se remonta al neolítico (7000-3000 a.C.). No existe probablemente ningún vegetal tan asociado al paisaje peninsular español como el olivo. Es un árbol que han visto nuestros abuelos y que verán nuestros nietos, y los nietos de nuestros nietos: puede vivir hasta dos milenios, y es emblema de las culturas mediterráneas desde antiguo.
La España olivarera debe tanto a los romanos como a los árabes: si con la llegada de Escipión y sus legiones a tierras béticas el cultivo del olivo comenzó a expandirse, fue durante el dominio musulmán cuando se optimizó su explotación y la obtención del aceite, al tiempo que se consolidaba su uso en la cocina. Desde entonces, el aceite de oliva es un protagonista indiscutible en las costumbres alimenticias de los españoles. Desde luego, es una pieza clave de la tan cacareada dieta mediterránea, pero se podría ir aún más allá y decir que los pueblos de España forman parte de una cultura, la del aceite de oliva.
[Lea aquí: Delicatessen: 12 tentaciones para todos los gustos]
España está experimentando un momento glorioso en lo que respecta a la calidad de sus aceites. Seguramente, porque con la llegada de nuevas tecnologías los procesos de producción se han perfeccionado hasta extraer lo mejor de las aceitunas. Por otro lado, se ha agilizado el marketing –la tendencia son los aceites “de pago”, liderados por la asociación Pagos de Olivar, que incluye a Marqués de Griñón, Abbae de Queiles, Marqués de Valdueza, Castillo de Canena y Aubocassa–, se han multiplicado las denominaciones de origen y se ha otorgado un papel más relevante al aceite en las mesas de los restaurantes. Esta selección es solo un ejemplo de ello.