Decía Oscar Wilde que la sola manera de adquirir una elegancia perfecta es teniendo una educación perfecta. Pues precisamente esa educación perfecta es la que debería guiarnos a la hora de componer un armario en el que un traje de chaqueta o unos zapatos ingleses a medida formen parte de un conjunto armonioso. Vestir cuidadosamente es una muestra de educación con uno mismo y para los demás.
Conviene, antes de continuar, diferenciar un caballero elegante de otro con estilo. El estilo, además de su carácter subjetivo, no resulta fácil de adquirir de no haber nacido con él o haberlo cultivado desde temprana edad. Por el contrario, los cánones de elegancia que aquí se enumeran permiten que cualquier persona puede adquirirla sin necesidad de don natural alguno.
Por supuesto, lleva tiempo alcanzar la verdadera elegancia: muchas notas diferencian al hombre elegante del que sencillamente se esfuerza por serlo, no dejando en todo caso de tener su mérito. Por ello, el primer consejo es vestir con naturalidad. Al final, se trata de ser uno mismo, no de vestirse pretendiendo parecer quien no somos.
La elegancia es siempre sinónimo de discreción. Todo proceso de cambio requiere cumplir sus plazos, y el intento de acortarlos puede conducir fácilmente a errores de selección de prendas inapropiadas o combinaciones forzadas. En ese proceso de transición estética, casi siempre un sencillo traje azul marino combinado con una camisa lisa azul claro y una corbata azul oscuro, suele ser mucho más elegante que un conjunto recargado de colores y diseños.
En definitiva, se trata de poder decidir si conviene pasar desapercibido, pero sin dejar a nadie indiferente. Ya en el siglo XIX, el árbitro de la elegancia masculina de la época, George Brummel, dejó establecido que si alguien se vuelve para mirar nuestro traje, es que no vamos bien vestidos. En el guardarropa masculino discreción y sencillez son siempre preferibles a exageración y exhibicionismo.