Disfrutamos en los países mediterráneos de una sequía pertinaz y sin embargo odiamos a una lluvia que siempre nos parece impertinente. No nos importa la desertización de pedazos cada vez mayores de nuestro territorio, que es uno de los precios que pagamos por las escasas precipitaciones que caen sobre nuestro suelo sediento. Esta mentalidad no ha cambiado ni siquiera con la nueva conciencia del cambio climático. Tampoco la nueva cultura del agua nos ha llegado muy adentro.
Por el contrario, cuando algún español se va a vivir o de viaje a Londres o Berlín, a Estocolmo o Toronto, suele llorar por lo mucho que allí llueve, como si esa fuera una enorme tragedia, cuando, en realidad, las economías del centro de Europa crecieron mucho más que la nuestra. Eso sí, no nos gusta la lluvia pero queremos tener césped a la puerta de casa, olvidando que regar hierba es uno de los abusos más perjudiciales que hacemos de la escasa precipitación que cae en la península.
A la hora de vestir, las gabardinas y las trincheras, los paraguas plegables o no, toda esa ropa para las lluvias de tiempo cálido y para las lluvias invernales, suponen en otros países una bienvenida aportación al fondo de armario, pero es frecuente que esa asignatura también la suspendamos los españoles. Si no llueve nunca, ¿para qué prevenirla?
La poesía de la lluvia se aprecia mejor, de eso no cabe la menor duda, si vamos adecuadamente protegidos. Cosa que saben muy bien los trabajadores de la City de Londres, que tienen siempre a mano el paraguas, y que usan el bombín como elemento adecuado para caminar bajo la lluvia cuando no arrecia demasiado. Por no hablar del mito de la gabardina en el cine, desde las que usaba Humphrey Bogart hasta el “makintosh” que se puso Paul Newman en un buen thriller de John Huston.